23 septiembre 2008

Letanía ferroviaria


-Buenas tardes señoras y señores perdonen que les moleste, soy padre de familia y tengo dos chicos de 9 y 13 años, desde hace bastante tiempo estoy en paro y pido una ayuda…

 

Se ha acabado la jornada laboral, estoy en el tren camino de casa, levanto los ojos del libro –ahora leo L´Espoir de Malraux- y miro la cara del recitador de la letania. Es un hombre de cicuenta y tantos, alto, de pelo gris y rasgos adelgazados por una barba de un dia o dos. Luego le miro las manos, tiene manos grandes con las uñas negras, como las manos de los mecánicos. Transpira una derrota afable y digna.

 

Acaba su recitación y antes de que comience a andar por el pasillo del vagón me dá tiempo a rebuscar en el monedero y le doy unas monedas.

 

-Se lo agradezco de corazón, me dice sin mirar lo que le doy.

 

Me ha afectado tanto que me lo agradeciera “de corazón”, que su sinceridad ha hecho que el resto del camino me sienta un miserable pensando en la mierda de calderilla que le he dado.

 

No he podido seguir leyendo y he vuelto a repasar mentalmente lo que escribí hace poco sobre la desigualdad: de alguna manera mi texto ha invocado la encarnación del ejemplo y he podido sentir -en vivo y en directo- lo que es ser un extranjero entre tus compatriotas.

 

No está bien desearle el mal a nadie, pero hoy he acumulado toneladas de agrio desprecio con intención de arrojarla contra ejecutivos de contratos blindados, políticos, banqueros y toda esa raza de parásitos que nunca viaja en transporte público.

 

Políticos a sueldo del capital, encorbatados usureros que los pagais, id y buscad al hombre de pelo gris y manos grandes y explicadle lo que estais haciendo por él y pedidle el voto.

 

Igualdad decía en la entrada anterior; es que nadie esté ni por encima ni por debajo de nadie.

 

No me gusta ver a nadie por debajo de mí, me hace daño.



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