Ahi vá:
Sobre la servidumbre voluntaria o Contra Uno
Redacción entre 1546 y 1555
Primera publicación parcial en 1574
Publicación completa en 1576
”De tener tener varios señores no veo ningún bien, que uno sin mas sea el amo, que uno solo sea el rey”.
He aquí lo que declaró Ulises en público según Homero.
Si él hubiese dicho solamente:
“De tener tener varios señores no veo ningún bien”: sería suficiente; pero en lugar de deducir que la dominación de muchos no puede ser buena, dado que la potestad de uno solo, desde que toma el título de amo, es dura y poco razonable, él al contrario añade:
“Que uno sin más sea el amo, y que uno solo sea rey.”
Hay que, probablemente, excusar a Ulises, el cual es posible que tuviese la necesidad de usar ese lenguaje para apaciguar la revuelta del ejército: adaptando yo creo su discurso más a las circunstancias que a la verdad. Pero hablando con discernimiento, es una extrema fatalidad estar sujeto a un amo de quien no se puede asegurar que sea bueno, puesto que está siempre en su poder el ser malvado cuando quiera; en cuanto a obedecer a muchos amos es igualmente desgraciado en extremo.
No quiero debatir aquí la tantas veces aireada cuestión, a saber: de si las otras formas de república son mejores que la monarquía. Si tuviese que debatirla, me gustaría saber, antes de poner en duda qué categoría debe ocupar la monarquía entre las diversas formas de gobernar la cosa pública; si se le debe conceder alguna, porque es difícil de creer que haya algo de "público" en un gobierno donde todo es de uno solo. Pero reservemos para otro momento esta cuestión que bien merecería un tratado aparte, o que más bien provocaría toda clase de disputas políticas.
Por el momento, yo no querría sino comprender cómo es posible que tantos hombres, tantos pueblos, tantas villas, tantas ciudades, tantas naciones soporten a veces a un solo tirano, que tiene por poder el que ellos le dan, que tiene el poder de perjudicarles tanto como ellos quieran aguantarle, y que no podría hacerles daño alguno si ellos no prefirieran sufrirle a contradecirle. Cosa ciertamente asombrosa -y sin embargo tan común que hay que dolerse más que pasmarse de ello- es ver a un millón de hombres servir miserablemente, teniendo el cuello bajo el yugo, no porque estén forzados por una fuerza superior, sino porque –eso parece- están encantados y hechizados por el solo nombre de uno, del que ni deberían temer el poder ya que está solo, ni amar sus cualidades ya que es en su tierra inhumano y salvaje. La debilidad entre nosotros los hombres es tal que a menudo obedecemos a la fuerza, es necesario contemporizar, no podemos ser siempre los más fuertes. Así pues, si una nación es obligada por la fuerza de la guerra a servir a uno -como la ciudad de Atenas a los treinta tiranos-, no hay que asombrarse de que esta colabore en lugar de lamentar el accidente. O que en lugar de asombrarse o quejarse, soporten el mal pacientemente reservándose para un porvenir con mejor fortuna.
Nuestra naturaleza es tal que los comunes deberes de la amistad se llevan una buena parte del curso de nuestra vida. Es razonable amar la virtud, estimar las bellas acciones, reconocer el bien de donde se ha recibido, y reducir a menudo nuestro propio bienestar para aumentar el honor y la ventaja de aquel a quien amamos y que lo merece. Así pues, si los habitantes de un país encuentran a algún gran personaje que les hubiera dado pruebas de una gran previsión para salvaguardarles, de una gran osadía para defenderles, de una gran prudencia para gobernarles; si de ahí en adelante se acostumbran a obedecerle y a fiarse de él hasta concederle una cierta supremacía, no sé si sería muy inteligente quitarlo del lugar dónde hacía el bien para elevarlo a dónde podrá hacer el mal; más ciertamente, no se podría hacer otra cosa que tener la bondad de no temer ningún mal de quien no hemos recibido sino el bien.
¿Pero, oh buen dios, que puede ser esto.? ¿Cómo diremos que se llama esto.? ¿Que desgracia es esta.? que vicio, o más bien que desgraciado vicio es ver un a número infinito de personas, no sólo obedecer, sino servir; no ser gobernados, sino ser tiranizados, no teniendo ni bienes, ni padres, ni mujeres, ni hijos, ni su misma vida que les pertenezcan, sufrir las rapiñas, la lujuria, las crueldades, no de un ejército, no de una facción bárbara contra quien cada uno debería desprenderse de su sangre y su vida, sino de solo uno.! ¡ No ya de un Hércules o de un Sansón, sino de un hombrecillo a menudo el más cobarde y afeminado de la nación, no acostumbrado a la pólvora de las batallas sino apenas a la arena de los torneos, qué no solamente es un inepto para mandar por la fuerza a los hombres, sino completamente impedido para satisfacer vilmente a la menor de las mujercillas.! ¿Llamaremos a esto cobardía.? ¿Diríamos que los que sirven son viles y cobardes.? Si dos, si tres, si cuatro no se defienden de uno, es extraño, pero no obstante posible; se podría decir con razón: que es por falta de corazón. Pero si ciento, si mil sufren a uno solo, ¿no se dirá que no quieren, y que no es cobardía sino más bien desprecio o desdén.?
Si vemos que entre, no ciento, no mil hombres, sino cien países, mil ciudades, un millón de hombres, no ataca ni siquiera uno solo, de los cuales el mejor tratado de todos tiene la condición de ser siervo y esclavo, cómo calificaremos esto.? ¿Es cobardía.? Ahora bien, todos los vicios tienen naturalmente algún límite que no se pueden sobrepasar. Dos hombres, y hasta diez, pueden temer a uno; pero qué mil, un millón, mil ciudades no se defiendan de uno, esto no es cobardía,: esta no llega hasta ahí, igual que la valentía no exige que un solo hombre escale una fortaleza, ataque un ejército, conquiste un reino. ¿Entonces que vicio monstruoso es este pues éste, que no merece el título de cobardía, que no encuentra nombre lo bastante vil, que la naturaleza niega haber fabricado y que la lengua rehúsa nombrar...?
Dispónganse de un lado a cincuenta mil hombres en armas, del otro tantos otros, qué se los forme en orden de batalla, qué lleguen allí a las manos; los unos libres combatiendo por su libertad, los otros combatiendo por arrebatársela a los primeros. ¿A quienes se concederá la victoria.? Quienes irán más valientemente al combate: ¿aquellos que esperan como recompensa conservar su libertad, o los que no esperan otro salario que los golpes que dan y reciben a causa de su servidumbre hacia otro.? Los unos siempre tienen delante de los ojos la felicidad de su vida pasada y la espera de un bienestar igual para el futuro. Piensan menos en lo que tienen que sufrir durante el tiempo que dura una batalla que en lo que tendrían que sufrir, vencidos, ellos, sus hijos y toda su posteridad. Los otros tienen nada que les enardezca salvo una pequeña pizca de codicia que se embota de repente contra el peligro, y cuyo ardor parece apagarse a la menor gota de sangre que salga de sus heridas.
En las batallas tan renombradas por Milciades, por Leonidas, por Temístocles, que se dieron dos mil años atrás y que están todavía hoy tan frescas en la memoria de los libros y de los hombres como si lo hubiera sido ayer, que se dieron en Grecia para bien los griegos y ejemplo de todo el mundo, ¿que es lo que dió a tan pequeño número de gente, como eran los griegos, no el poder, sino el coraje de resistir la fuerza de tantos navíos que la mar misma desbordaba, de vencer a tantas naciones que en tan gran numero eran, que el escuadrón de los griegos no habría podido abastecer de capitanes a los ejércitos enemigos: sino que parece que en aquellos días gloriosos, no era tanto la batalla de griegos contra persas, sino la victoria de la libertad sobre la dominación, de la honradez sobre la codicia.
¡Es cosa extraña oír hablar de la valentía que la libertad pone en el corazón de los que la defienden! Pero lo que ocurre en todos los países, a todos los hombres todos los días es que un solo hombre oprima a cien mil y los prive de su libertad, ¿quién podría creerlo, si sólo pudiera oírlo y no verlo.? Y si esto ocurriese en países extranjeros, en tierras lejanas y alguien nos lo dijera, ¿quien no pensaría que es más bien un cuento y no verdad.?
Ahora bien, a este tirano solitario, no hay necesidad de combatirlo ni de vencerlo. Él mismo está vencido, cuando el país no consiente en servirle más. No se trata de quitarle algo, sino de no darle nada. No hay necesidad de que el país se moleste en hacer algo para sí, cuando basta con que no hagan nada contra sí. Son pues los pueblos mismos los que se abandonan, o más bien los que se hacen dar reprimendas, ya que en dejando de servirles quedarían libres. Es el pueblo quien se somete y quien se corta la garganta; quien teniendo la elección de ser siervo o ser libre, deja la independencia y toma el yugo; quien consiente su dolor, o más bien lo busca... Si les costara algo recobrar su libertad, no les metería yo tanta prisa; que otra cosa debe tener un hombre de más querido que la de volverse a su derecho natural y, por decirlo así, de bestias volver a ser hombres. Pero por lo pronto no deseo en él una insolencia tan grande; le permito que prefiera la aparente seguridad de vivir miserablemente a la dudosa esperanza de vivir a su antojo. Que…? si para obtener la libertad basta con desearlo, si no es necesario mas que un simple querer, ¿habrá alguna nación en el mundo que la estime aún demasiado cara pudiéndola ganar mediante un simple deseo.? ¿Y quién lamentaría su voluntad de recobrar un bien que debería rescatarse al precio de su sangre, y con cuya pérdida todas las gentes de honor deben estimar la vida amarga y la muerte saludable.? Ciertamente, como el fuego de una pequeña chispa deviene grande y siempre se refuerza, y cuanta más leña encuentra más está presta a quemar, y sin echarle agua para apagarla, solamente no poniéndole mas madera, no teniendo nada que consumir, se consume a sí misma, y acaba sin fuerza alguna y no hay más fuego, de igual manera los tiranos, cuanto más se dán al pillaje, más exigen; cuanto más arruinan y destruyen, más se les abastece, más se les sirve, de tanto más se fortifican, y se vuelve siempre mas fuertes y mas frescos para aniquilar y destruir todo. Pero si no se les proporciona nada, si no se les obedece, sin combatir, sin golpear, se quedan desnudos y derrotados y no son más nada, lo mismo que la rama, que no teniendo ni jugo ni alimento de su raíz, se torna seca y muerta.
Los intrépidos para adquirir el bien que desean, no temen el peligro, los sagaces no rehúsan el esfuerzo, los cobardes y los torpes no saben aguantar el dolor, ni recobrar el bien que se limitan a ansiar y la virtud de aspirar a ello les es robada por su propia cobardía; sólo les queda el deseo natural de poseerlo. Este deseo, esta voluntad por anhelar todas las cosas cuya adquisición les haría felices y contentos, es común a los sabios y a los imprudentes, a los valientes y a los cobardes,. Una sola cosa hay que decir en la cual, no sé por qué, la naturaleza falla a los hombres a la hora de desearla: ¡es la libertad, que es un bien, no obstante, tan grande y tan placentero que perdida ella, todos los males sobrevienen, e incluso los bienes que quedan detrás de ella, pierden totalmente su gusto y su sabor corrompidos por la servidumbre.
La sola libertad los hombres no la desean, no por otras razones sino únicamente porque si la deseasen, la obtendrían; como si rehusaran hacer esta preciosa adquisición porque es demasiado fácil.
¡Pobres y miserables, pueblos insensatos, naciones obstinadas en vuestro dolor y ciegas a vuestro bien! ¡Os dejáis quitar delante vuestro lo más bello y más caro de vuestra renta, saquear vuestros campos, robar vuestras casas y despojarlas de los viejos muebles paternos; vivís de tal suerte que no podéis presumir de que algo sea vuestro. Parece que en lo sucesivo fuese una gran felicidad tener alquilados vuestros bienes, vuestras familias y vuestras viles vidas.
Y todos estos daños, estas desgracias, esta ruina, no os vienen de los enemigos, sino bien por cierto del enemigo, que es ése que vosotros habéis hecho todo lo grande que es, por quien vais tan valientemente a la guerra, y por la grandeza del cual no dudáis en ofreceros a la muerte vosotros mismos. Ese que os domina tiene sin embargo sólo dos ojos, dos manos, un cuerpo, y no otra cosa que no tuviera el último de los hombres del número infinito de vuestras ciudades, salvo los medios que vosotros le proporcionáis para destruiros. ¿De donde toma todos esos ojos con los que os espía, si no se los proporcionáis vosotros.? ¿Cómo tiene tantas manos para golpearos, si no las toma de vosotros.? ¿Los pies con los que pisa vuestras ciudades de donde los ha sacado sino son los vuestros? ¿Cómo tiene algún poder sobre vosotros, sino gracias a vosotros.? ¿Cómo osaría asaltaros, si no estuviese conchabado con vosotros.? ¿Que podría haceros, si vosotros no fueseis los encubridores del ladrón que os despoja, cómplices del asesino que os mata y traidores a vosotros mismos? Vosotros sembráis los frutos para que él los devaste, vosotros amuebláis y llenáis vuestras casas para abastecer su rapiñas, vosotros alimentáis a vuestras hijas para que él pueda saciar su lujuria, vosotros alimentáis a vuestros hijos para que, siendo lo mejor que él sabrá hacer, los lleve a la guerra, a la carnicería, que los haga ministros de sus codicias y ejecutores de sus venganzas. Vosotros rompéis con el esfuerzo vuestras personas a fin de que él pueda disfrutar afectadamente en sus delicias y revolcarse en sus sucios y villanos placeres. Vosotros os debilitáis a fin hacerlo más fuerte y rudo para sujetaros de una brida más corta. Y de tantas indignidades, que las mismas bestias ni soportarían ni sufrirían, vosotros podríais libraros si tratarais, no ya de libraros, sino solamente de querer hacerlo.
Estad resueltos a no servir más, y heos aquí libres; no quiero yo que le empujéis o lo quebrantéis, sino solamente que no lo sostengáis más, y lo veréis, como un gran coloso a quien se a quebrantado la base, bajo su propio peso desplomarse y romperse.
Los médicos aconsejan justamente de no meter la mano en las heridas incurables; por lo que no actúo yo sabiamente al querer predicarle esto a un pueblo que ha perdido desde hace tiempo todo conocimiento, puesto que él no lo siente tampoco, de su mal -lo que muestra bastante que su enfermedad es mortal-. Procuremos pues comprender por conjeturas, si podemos encontrar, hasta que punto está enraizada esta empecinada voluntad de servir, que parece ahora que el mismo amor a la libertad no es tan natural.
En primer lugar esto está, como creo, fuera de duda porque si viviéramos con los derechos que la naturaleza nos ha dado y con los conocimientos que ella nos enseña, seriamos naturalmente obedientes a nuestros padres, sujetos a la razón, y siervos de nadie. De la obediencia que cada uno, sin otras advertencia que las de su naturaleza, tienen hacia su padre y su madre todos los hombres son testigos cada uno de por sí. De la razón si nace con nosotros o no –es una cuestión debatida a fondo por las academias y tocada por todas las escuelas de filósofos-, en este momento no pienso errar diciendo que en nuestra alma hay alguna natural semilla de razón, la cual mantenida por el buen consejo y costumbre florece en virtud, y al contrario a menudo no pudiendo resistir a los vicios que le sobrevienen se asfixia y se aborta. Mas ciertamente si hay algo claro y aparente en la naturaleza, y donde no está permitido hacerse el ciego, es que la Naturaleza, ministra de dios, gobernanta de los hombres, nos a hecho a todos de la misma forma y, a lo que parece, con el mismo molde, a fin de que nos reconozcamos todos como compañeros, o más bien como hermanos. Y si, en el reparto de presentes que ella nos hizo, prodigó algunas ventajas de cuerpo o de espíritu a unos más que a otros, no quiso ponernos sin embargo en este mundo como en un campo cerrado, y no ha enviado aquí abajo a los más fuertes ni a los más diestros como bandoleros armados en un bosque para maltratar allí a los más débiles, sino más bien hay que creer que haciendo así partes de unos más grandes para y la de los otros más pequeñas, quiso hacerle un sitio al afecto fraternal, a fin de que ella tuviese donde emplearlo, teniendo unos el poder de dar ayuda y los otros necesidad de recibirlo, pues, ya que esta buena madre nos dá a todos toda la tierra por morada, nos ha alojado a todos en la misma casa, nos ha formado con el mismo patrón con el fin de que cada uno pudiera mirarse y casi reconocerse el uno en el otro, si ella nos a dado a todos este gran presente de la voz y de la palabra para conocernos y fraternizar aún más y hacer mediante la común y mutua declaración de nuestros pensamientos, la comunión de nuestras voluntades; ya que ella trató por todos los medios de apretar tan fuerte el nudo de nuestra alianza y sociedad; si ella a mostrado en todas las cosas que no solo nos quería unidos, sino que fuésemos uno, no hay que dudar de que nosotros somos naturalmente libres, puesto que todos somos compañeros. No puede caer en el entendimiento de nadie que la naturaleza haya puesto a ninguno en servidumbre habiéndonos puesto a todos en compañía.
A decir verdad, es bastante inútil debatir si la libertad es natural, ya que no se puede tener a nadie en servidumbre sin perjudicarle, y que no hay nada tan contrario en el mundo a la naturaleza, siendo esta muy razonable, que la injusticia. Queda pues que la libertad es natural; y de la misma manera a mi parecer que no solamente nacimos en posesión de nuestra independencia, sino también con el sentimiento de defenderla.
Y si, por ventura, tenemos alguna duda todavía sobre esto, y nos hemos vuelto tan bastardos que no podemos reconocer nuestros bienes ni al mismo tiempo nuestros inocentes sentimientos, falta hará que os haga el honor que merecéis y que suba, por decirlo así, a las bestias al púlpito, para mostraros vuestra naturaleza en condiciones. Las bestias, Dios mediante, si los hombres no se hacen demasiado los sordos, les gritan: « ¡viva la libertad! » Muchas de entre ellas mueren tan pronto son cazadas. Como el pez pierde la vida tan pronto deja el agua, igualmente las que dejan la luz no quieren sobrevivirle a su natural independencia. Si los animales tuvieran entre ellos algunos privilegios, harían de estos su nobleza. Las otras, desde las más grandes a las más pequeñas, después de atrapadas, ofrecen tan gran resistencia con garras, cuernos, picos y patas que declaran suficientemente en cuanto tienen valorado lo que pierden, pues estando capturadas, nos dan tantos signos inequívocos del conocimiento que tienen de su desgracia que es de ver entonces que les es más languidecer que vivir, y que siguen en vida mas para lamentarse del bienestar perdido que para disfrutar en servidumbre. Que otra cosa quiere decir el elefante, que habiéndose defendido hasta no poder mas, no viendo más esperanza y al punto de ser capturado, hunde sus mandíbulas y rompe sus dientes contra los árboles, sino que el gran deseo que tiene de permanecer libre como es, le dá espíritu y le lleva a mercadear con los cazadores si por el precio de sus dientes será libre, al librar su marfil y pagar este rescate por su libertad.?
Halagamos al caballo desde que nace para acostumbrarlo a servir, y nuestros halagos, cuando se quiere domarlo, no le impiden morder el freno, cocear bajo la espuela, a lo que parece, para mostrar la naturaleza y testimoniar al menos con ello que si sirve no es de buen grado, sino bajo nuestra coacción. ¿Que más se puede decir?
Hasta los bueyes, bajo el yugo, gimen. Y los pájaros en la jaula se quejan; como ya he dicho otra vez pasando el tiempo con nuestras rimas francesas: que no temería yo escribírtelos a ti, oh Longa mezcla de mis versos, pero no te los leo nunca porque por el semblante que pones de contentarte, no me haces glorioso.
Así pues, puesto que todas las cosas que tienen sentimiento, desde que lo tienen, sienten el mal del sometimiento y corren detrás de la libertad; puesto que las bestias, incluso las que están hechas para el servicio del hombre, no pueden acostumbrarse a servir, sino con la protesta de un deseo contrario: ¿que mal es este que ha podido desnaturalizar tanto al hombre – en verdad nacido sólo para vivir independientemente- y hacerle perder el recuerdo de su primer ser y el deseo de retomarlo.?
Hay tres clases de tiranos, los unos tienen el reino por elección del pueblo; los otros por la fuerza de las armas, los otros por sucesión de su raza. Esos que lo han adquirido por el derecho de la guerra se comportan y se sabe bien que están (como se dice) como en tierra conquistada. Los que nacen reyes, no son generalmente mucho mejores, nacidos y amamantados en el seno de la tiranía, chupan junto con la leche la naturaleza del tirano y hacen estado de los pueblos que les están sometidos como de sus siervos hereditarios, y según la complexión a la cual estén más inclinados, avaros o pródigos, tal cual son, así hacen del reino como de su herencia. Ese a quien el pueblo ha dado el estado debe ser, me parece, el más soportable; y lo sería, como creo, si tan pronto como se viera elevado por encima de los demás, halagado por no sé qué, que se llama grandeza, deliberara de no moverse más: por lo común este le dá a sus hijos el poder que el pueblo le alquiló: y desde el momento que éstos toman esa opinión, es extraño ver en cuánto sobrepasan en toda suerte de vicios, e incluso en crueldad a los otros tiranos. No ven otro medio para asegurar la nueva tiranía que el de reforzar la servidumbre y apartar a sus súbditos de la libertad, que por fresco que sea el recuerdo de ella, ellos se la pueden hacer perder.
A decir verdad, bien veo que entre ellos hay algunas diferencias, pero si debo elegir, no las veo: ya que siendo diversos los medios de llegar a los reinos, la manera de reinar es casi siempre la misma. Los elegidos (del pueblo) como si hubiesen cogido toros a domesticar, así los tratan: los conquistadores como a su presa, los sucesores como a sus esclavos naturales.
Pero a propósito ¿Si por ventura naciesen hoy unas gentes nuevas, ni acostumbradas a la dominación, ni atraídas por la libertad, y que no supiesen de la una ni de la otra, ni con pena sus nombres, si se les presentara (la opción de) o ser siervos o de vivir libres según las leyes de las cuales no se acordaran: no hay que dudar que quisieran con mucho obedecer a la razón solamente antes que servir a un hombre, a menos que fuesen los de Israel quienes, sin obligación ni necesidad, se abandonaron a un tirano. De tal pueblo, jamás leo su historia sin tener un gran despecho, y hasta casi me vuelvo inhumano, por regocijarme de tantos males como (a consecuencia de eso) les sobrevinieron. Porque ciertamente todos los hombres, mientras tienen algo de hombres, si se dejan someter, hacen falta una de dos: (o) qué sean forzados o engañados, obligados por las armas extranjeras como Esparta y Atenas por las fuerzas de Alejandro, o por las facciones como el gobierno de Atenas, antes de caer en las manos de Pisistrato. Por engaño pierden a menudo su libertad, pero no son tan a menudo seducidos por otros de lo que ellos mismos se equivocan. Así el pueblo de Siracusa, la capital de Sicilia (se me dice que se llama ahora Saragoza), presionado por las guerras, sin consideración (y) no preocupándose mas que del peligro presente, eligió a Dionisio I como tirano y le dio la tarea de conducir el ejército, y no se dio cuenta de que lo habían hecho tan grande, hasta que esta buena pieza, volvió victorioso, no como si hubiese vencido a sus enemigos sino a sus ciudadanos, se hizo (primero) capitán, (luego) rey, y de rey (pasó a) tirano. Es increíble ver como el pueblo, tan pronto como es sometido, cae de súbito en un tal y tan profundo olvido de la libertad que no es posible que se despierte para recuperarla, sirviendo tan bien, y tan de buena gana, que se diríase al verlo que no ha perdido su libertad sino que ha ganado su servidumbre.
Es verdad que al principio se sirve forzado y vencido por la fuerza; pero los que vienen después sirven sin pesar y hacen de buena gana lo que sus antecesores habían hecho por obligación. Es esto que los hombres nacidos bajo el yugo, y después alimentados y educados en la servidumbre, sin mirar delante se contentan con vivir como nacieron; y no piensan en absoluto tener otro bien ni otro derecho que aquellos que han encontrado; toman por su estado natural el su nacimiento.
No obstante no se trata de heredero, tan pródigo e indolente, que algunas veces pone los ojos en los registros de su padre para ver si goza de todos los derechos de su sucesión y si no se emprendió nada contra él o contra su predecesor. Pero ciertamente la costumbre, que tiene en todas las cosas gran poder sobre nosotros, no tiene en otro lugar tanta virtud como en esto, de enseñarnos a servir, y como se cuenta de Mitriades que se hizo de ordinario a beber ponzoña, para enseñarnos a tragar y no encontrar amargo el veneno de la servidumbre.
No se puede negar que la naturaleza nace en nosotros en buena parte para inclinarnos hacia dónde ella quiere, mejor o peor favorecidos, pero hay que confesar que tiene menos poder (sobre nosotros) que la costumbre, porque lo natural por bueno que sea, se pierde si no es mantenido, y la educación nos forma siempre a su manera, a pesar de la naturaleza. Las semillas del bien que la naturaleza pone en nosotros son tan menudas, e inestables, que no pueden sufrir el menor choque con una educación contraria. Se mantienen menos fácilmente que se degeneran, se funden y vienen (a ser) nada, ni mas ni menos que los árboles frutales que conservan su natural, y que lo guardan mientras se les deje desarrollarse, pero que lo pierden pronto para llevar frutos extraños y no los suyos, según se los injerte.
Las hierbas tienen cada una su propiedad, su naturaleza y singularidad; sin embargo el hielo, el tiempo, la tierra o la mano del jardinero añaden o disminuyen mucho de su virtud: la planta que hemos visto en un sitio, en otra parte estamos impedidos para reconocerla. Quien viera en los venecianos, un puñado de gente viviendo tan libremente, que el más malvado de entre ellos no quisiera ser el rey de todos, así nacidos y educados que no reconozcan otra ambición que la de mantener mejor vigilar y mas cuidadosamente cuidar el mantenimiento de su libertad, así educados y formados desde la cuna, de tal modo que no cogerían jamás ninguna de las felicidades de la tierra con tal de no perder la menor brizna de su libertad: quien hubiese visto, digo, esos personajes, y a partir de ahí se fuera luego a las tierras de lo que llamamos un "gran señor", viendo a las gentes que no quieren nacer sino para servirle y quienes por mantener su poder abandonaron su propia vida, ¿pensaría que estos y los otros tienen la misma naturaleza? O más bien no estimaría que saliendo de una ciudad de hombres, entró en un cercado de bestias.?
Licurgo, legislador de Esparta, educó, se dice, a dos perros, ambos hermanos, ambos amamantados con la misma leche, uno engordado en la cocina, el otro acostumbrado por los campos al sonido de la trompa y de la corneta.
Queriendo mostrar al pueblo lacedemonio que los hombres son tales como la educación los hizo, puso a ambos perros en pleno mercado y entre ellos una sopa y una liebre; el uno corrió al plato y el otro a la liebre; ¡ Y sin embargo, dijo, son hermanos.! Así pues, este, con sus leyes y su educación formó tan bien a los lacedemonios que a cada uno de ellos le era mas querido morir de mil muertes que reconocer otro amo que (no fuese) la ley y la razón.
Me complace rememorar aquí un suceso que tuvo a uno de los favoritos de Jerjes, el gran rey de los persas, y dos lacedemonios. Cuando Jerjes hacía los preparativos de su gran ejercito para conquistar Grecia, envió a sus embajadores por las ciudades griegas a pedir el agua y la tierra: (que) era la manera que los persas tenían de instar a las ciudades a rendirse a ellos. A Atenas y a Esparta no envió ninguno, porque los que Darío, su padre, había enviado, los atenienses y los espartanos los habían echado los unos en fosos, los otros en pozos, diciéndoles frívolamente que tomasen agua y tierra para llevársela a su príncipe. Estas gentes no podían sufrir que ni por la menor palabra, se tocase su libertad. Los espartanos reconocieron que habían merecido el odio de los dioses, y sobre todo de Taltibio, el dios de los heraldos. Se resolvieron enviar para calmar a Jerjes a dos de sus ciudadanos para que se presentasen a él, para que dispusiera de ellos a su guisa, y se pagara de ahí, cada embajador que le habían matado a su padre.
Dos espartanos, uno llamado Sperta y el otro Bulis, se ofrecieron de buen grado para ir a hacer el pago, de hecho se fueron y en el camino llegaron al palacio de un persa nombrado Indarna, que era teniente del rey para todas las ciudades de Asia que están en la costa de la mar, él les acogió muy honorablemente, les hizo grande recepción y, después de varios discursos yendo de uno al otro, les preguntó que por qué rechazaban tanto la amistad del rey. Ved, dijo, espartanos con mi ejemplo cómo el Rey sabe honrar a quienes lo valen, pensad que si a él os estuvierais os haría lo mismo, si os estuvieseis a el y él os hubiese conocido, no habría entre vosotros quien no fuera señor de alguna ciudad griega. En esto, Indarna, no sabrás darnos (un) buen consejo dijeron los lacedemonios; porque el bien que nos prometes, lo has probado; pero (d)el que nosotros gozamos tu no sabes lo que és; tu has probado el favor del rey, pero la libertad, el gusto que tiene, (de) lo dulce que es, tu no sabes nada. En cambio si la hubieses probado, tu mismo nos aconsejarías defenderla, no con la lanza y el escudo, sino con dientes y uñas ».
Sólo el espartano decía lo que había que decir, pero ciertamente uno y otro hablaban aquí según habían sido educados. Porque no podía ser que el persa añorara la libertad no habiéndola jamás tenido, ni que el lacedemonio sufriera la dominación habiendo gustado de la independencia.
Catón de Utica, siendo todavía niño y bajo la vara (de su maestro), iba y venía menudo a casa del dictador Sila, tanto en razón de la casa a la que pertenecía, nunca le rehusaron la puerta, como por ser pariente próximo. Tenía él su maestro cuando iba, como acostumbraban los hijos de buena casa, se apercibió un día que en el domicilio de Sila, en su presencia o por su mandato, se encarcelaba a unos, se condenaba a otros; el uno era desterrado, el otro estrangulado el otro, el uno pedía la confiscación (de los bienes) de un ciudadano, el otro su cabeza: en suma, todo iba no como en casa de un magistrado de la ciudad, sino como en casa de un tirano del pueblo; y era menos una sala de justicia que un taller de tiranía. Dijo entonces a su maestro este joven muchacho: ¿no me darás un puñal.? lo esconderé bajo mi vestido, yo entro a menudo en la cámara de Sila antes de que esté levantado... tengo el brazo lo bastante fuerte como para desembarazar (de él) a la ciudad. He aquí ciertamente una(s) palabra(s) pertenecientes a Catón. Era un comienzo, el de este personaje, digno de su muerte. Y a pesar de lo dicho que no se diga ni su nombre y su país, cuéntese solamente el hecho tal y como es: la cosa misma hablará y (lo) juzgará como una bella aventura de quien era romano, nacido dentro de Roma y mientras esta era libre. ¿A cuenta de qué todo esto.? (porque) no estimo, ciertamente, que el país y el la tierra tengan algo que ver, sino en disfrutando de ser libre.
Pero porque soy de la opinión que se debe tener lastima de los que, al nacer, se encuentran con el yugo al cuello, (y) que o bien se debe excusarles o perdonarles si, no habiendo ni siquiera visto la sombra de la libertad, y no estando advertidos no se aperciben de ese su mal de ser esclavos. Si hubiera países, como dice Homero de los Cimerianos, donde el sol se muestra de manera diferente que a nosotros, donde después de haberles alumbrado durante seis meses consecutivos, los deja dormitando en la oscuridad, sin venir a verlos durante la otra mitad del año, esos que nacen durante esa larga noche, si no han oído hablar de la claridad, ¿sería sorprendente si ni (siquiera) han visto los días, (que) se acostumbraran a las tinieblas donde nacieron sin desear la luz.?
No se lamenta lo que jamás se ha tenido y la pena no viene sino después del placer; y siempre vá con el conocimiento del mal, la memoria de la alegría pasada. La naturaleza del hombre es ser libre y querer serlo, pero también su naturaleza es tal que con naturalidad toma el atajo que la educación le da.
Digamos pues así, que al hombre todas las cosas le son naturales cuando se educa y acostumbra (a ellas), pero esto solamente es inocente cuando su naturaleza sencilla y no alterada lo llama; así la primera razón de la servidumbre voluntaria, es la costumbre; como los más bravos caballos (de orejas cortadas) que al principio muerden el freno, y después se conforman, y allí donde antes respingaban contra la silla, se paran bajo los arreos, y muy orgullosos, se hinchan bajo la armadura.
Dicen que siempre estuvieron sujetos, que sus padres han vivido así; piensan que están obligados a aguantar el mal, se persuaden (de ello) por (el) ejemplo y fundan ellos mismos, bajo (gracias a) la duración del tiempo, la posesión de los que los tiranizan; pero en verdad los años no dan jamás el derecho a hacer el mal, sino (que) aumentan la injuria. Todos los días se encuentran algunos, mejor nacidos que otros, que sintiendo el peso del yugo no pueden impedirse el sacudírselo (de encima); quienes no se familiarizan jamás con la dominación y quienes, como Ulises por mar y por tierra buscan ver de nuevo el humo de su cabaña, no se olvidan de sus privilegios naturales, ni de sus predecesores, ni de su primer estado.
Estos son de buena voluntad los que teniendo el entendimiento nítido y el espíritu clarividente, no se contentan, como el populacho, con ver lo que está delante de sus pies sin mirar ni detrás ni delante, y no rememoran las cosas pasadas sino para juzgar de ellas el tiempo por venir, y por medir los presentes: son esos quienes teniendo la cabeza bien hecha, aún la han pulido (más) por el estudio y el saber. Estos, que cuando la libertad esté enteramente perdida y completamente fuera del mundo, la imaginan y la sienten en su espíritu, y aún la saborean, y la servidumbre no es de su gusto por bien que se la atavíe.
El gran Turco se ha enterado bien de que los libros y la doctrina dan más que otra cosa a los hombres, el sentido y el entendimiento de reconocerse y de odiar la tiranía: entiendo que no tiene en sus tierras, apenas sabios, ni los pide. Así, de ordinario, el buen celo y el sentimiento de esos que han guardado, a pesar de los tiempos, la devoción a la independencia, por gran número que haya, se queda sin efecto, porque no pueden reconocerse entre ellos: la libertad les es arrebatada bajo el tirano: de hacer, de hablar y casi de pensar: y se vuelven todas singulares en sus fantasías. Así pues, Momo el dios burlón no se burlaba demasiado, cuando encuentra que no se le había puesto una pequeña ventana en el corazón para poder ver sus pensamientos. (Criticaba al hombre forjado por Vulcano, por que este no tenía una pequeña ventana en el corazón con el fin de poder ver sus pensamientos.)
Se dice que Bruto y Casio, cuando emprendieron la liberación de Roma o mas bien del todo el mundo, no quisieron que Cicerón, ese gran celador del bien público, fuera de la partida, y estimaron su corazón demasiado débil para un hecho tan alto, se fiaban de su voluntad, pero no estaban seguros de su coraje.
Tanto es así, que quien quiera discurrir (sobre) los hechos (del) pasados y los anales antiguos se encontrará que casi todos aquellos que veían a su país maltratado y en malas manos, habiendo emprendido una intención buena, integra y no disfrazada, de liberarla de quienes no son bienvenidos, (verán que) para que la libertad se manifieste (solo hay que) apoyarse en ella misma. Harmodio, Aristogitón, Trasíbulo, Bruto el Viejo, Valerio y Dión, como virtuosamente lo pensaron, ejecutaron felizmente (a) la servidumbre: pero en trayendo la libertad murieron, no miserablemente (porque que blasfemia sería decir que ha habido algo miserable en su muerte y en su vida) sino ciertamente que gran daño, perpetua desgracia y entera ruina de la república entera, la cual fué, como me parece, enterrada con ellos. Las otras empresas que se hicieron después contra los emperadores romanos, no fueron más que conjuras de gentes ambiciosas, y no son de lamentar los inconvenientes que les sobrevinieron, estando visto que no deseaban derribar sino cambiar de sitio la corona, pretendiendo echar al tirano para retener la tiranía. A esos, no quisiera por mi mismo que les hubiera sucedido (algo) bueno , y estoy contento que hayan mostrado con su ejemplo que no hay que abusar del santo nombre de la libertad para hacer mala(s) empresa(s).
Pero por volver a mi tema, del cual estoy casi perdido, la primera razón por la cual los hombres sirven de buena gana, es porque que nacen siervos y son educados (como) tales. De esta (razón) viene otra: qué fácilmente bajo los tiranos las gentes se vuelven cobardes y afeminadas. Cosa que sé maravillosamente gracias a Hipócrates, el gran padre de la medicina, quien se encargó y lo ha dicho así, en uno de sus libros titulado De Las enfermedades. Este personaje ciertamente el corazón en buen sitio, y lo demostró bien cuando el rey de Persia quiso atraerlo cerca de él a fuerza de ofrecimientos y grandes presentes; el le respondió francamente que tenía gran conciencia de entrometerse por curar a los bárbaros que querían matar a los griegos, o (por) servir con su arte a quien emprendía (la tarea de) esclavizar Grecia. La carta que le envió todavía se vé (encuentra) todavía hoy entre sus otras obras; y testimoniará por siempre de su buen corazón y de su noble naturaleza.
Así pues, es cierto que con la libertad también se pierde de un golpe la valentía. Las gentes sometidas no tienen júbilo en el combate ni disposición. Van al peligro casi como atados y totalmente entumecidos, y cumplen sin convicción su tarea. No sienten hervir en su corazón el ardor de la libertad que hace despreciar el peligro y da ganas de comprar, por una bella muerte cerca de sus compañeros, el honor y la gloria.
Entre las gentes libres se rivaliza, por ver quien es mejor, cada uno por el bien común y cada uno para sí: se esperan una parte igual al mal de la derrota o al bien de la victoria. Pero la gente esclavizada, carente del coraje guerrero, pierden también en todas las demás cosas la vivacidad, y tienen el corazón por los suelos y blando e incapaz para todas las cosas grandes. Los tiranos conocen bien eso, y viendo que cojen esas bridas para acobardarlos mejor, aún les ayudan.
Jenofonte historiador severo, y de primera fila entre los griegos, hizo un libro donde hace hablar a Simónidas con Hierón, tirano de Siracusa, de las miserias del tirano: este libro está lleno de buenas y severas advertencias que tienen también (su) buena gracia, en mi opinión, que es posible. Plugo a dios que los tiranos que jamás han sido, lo hubiesen puesto delante de los ojos y se hubiesen servido (de él, como) de (un) espejo; no puedo creer que no hubiesen reconocido sus verrugas y sentido alguna vergüenza de sus faltas. Este tratado cuenta la pena en que están los tiranos quienes obligados a hacer daño a todos, están obligados a temer a todos; entre otras cosas dice, que los malos reyes se sirven de los extranjeros en la guerra como soldados no osando fiarse de poner a sus gentes, a quienes han maltratado, las armas en la mano. (también ha habido buenos reyes que tuvieron a sueldo a naciones extranjeras, como los mismos franceses, y más antaño que hoy, pero tenía otra intención que era salvaguardar a los suyos; no estimando nada el gasto de dinero para ahorrar (en) los hombres. Es lo que decía, creo, Escipión el Africano, que quería mejor haber salvado a un ciudadano antes que derrotar (a) cien enemigos. Pero ciertamente lo que es seguro, (es) que el tirano no piensa jamás que su poder esté asegurado sino cuando llega al punto que no tiene bajo él hombre que valga. Así pues, con derecho, se le dirá lo que, según Terencio, se jactaba de reprocharle Thrason al amo de los elefantes:
Así que tan valiente, sois vos,
Que teneis a cargo las bestias.
Más esta astucia de los tiranos de embrutecer a sus súbditos no se puede conocer mas claramente que por lo que Ciro hizo con los lidios, después de haberse apoderado de Sardis la capital de Lydia y que hubo tomado cautivo a Créso, ese rey tan rico, (?) y sea (que) se le llevan noticias (de) que los sardanos se habían rebelado; él bien pronto los redujo bajo su mando; pero no queriendo ni saquear una ciudad tan bella ni obligarse a mantener un ejército para conservarla, se proveyó de un gran edicto para asegurársela; estableció burdeles, tabernas y juegos públicos, e hizo publicar una ordenanza que obligaba por la que los habitantes estaban obligados a hacer uso. Resultó tan buena esta medida que, nunca después, contra los lidios, tuvo necesidad de dar un golpe de espada: estas pobres y miserables gentes se divirtieron en inventar toda suerte de juegos, (y) aunque los latinos tienen su palabra, y eso que nosotros llamamos pasatiempo ellos lo llaman lude, parece que quisieran decir Lydia.
Ninguno de los tiranos ha declarado expresamente que quisieran afeminar a sus gentes; pero verdaderamente, lo que aquél ordenó formalmente, la mayor parte de ellos lo han hecho en efecto bajo cuerda. En verdad (eso) es lo natural del pueblo llano, cuyo número, es mayor dentro de las ciudades: (y) que es suspicaz hacia quien le ama y simple hacia quien le engaña. No se piense que hay pájaro que se cace mejor con reclamo, ni pez que, por la golosina del gusano, antes se agarre antes al anzuelo; que todos los pueblos que se dejan engolosinar rápidamente por la servidumbre, al menor dulce que se les pase, como se dice, delante de la boca: y es cosa maravillosa que se abandonen tan prontamente, a poco que se les hagan cosquillas. Los teatros, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, las bestias extrañas, las medallas, eran a los pueblos antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su libertad, los útiles de la tiranía: esta medio, esta práctica, estas seducciones tenían los antiguos tiranos para adormecer a sus súbditos bajo el yugo. Así los pueblos entontecidos, encontraban bonitos estos pasatiempos, divertidos por un vano placer que les pasaba delante de los ojos, acostumbrándose a servir tontamente, mas no mejor que los niños pequeños, que viendo imágenes brillantes aprenden a leer.
Los tiranos romanos avanzaron un punto más haciendo festejar a menudo a las decurias públicas, cebando a conciencia a esta canalla que se abandona más que a otra cosa a los placeres de la boca. El más despierto y entendido de entre ellos no habría dejado su escudilla de sopa por recobrar la libertad de la República de Platón. Los tiranos haciendo largueza de un cuarto de trigo, de un sextario de vino, y de un sestercio, y entonces era lamentable oír gritar gritar: ¡viva el rey! : los torpes no se enteraban de que no hacían otra cosa que recobrar una parte de lo suyo, y que eso mismo que recuperaban, el tirano no habría podido dárselo si, antes, no se lo hubiera quitado a ellos mismos. Así, fulano recogía hoy el sestercio, y no bien se hartaba en el festín público bendiciendo a Tiberio y Nerón de su liberalidad, que al día siguiente, estaba obligado a abandonar sus bienes a la avaricia, sus hijos a la lujuria, su misma sangre a la crueldad de esos magníficos emperadores, no decía mas palabra que una piedra, y se no movía más que un tronco. Siempre el pueblo llano ha tenido eso: al placer que no puede honestamente recibir está muy dispuesto y disoluto; y al error y al dolor que puede honestamente sufrir, (es) insensible.
No veo hoy a nadie que, oyendo hablar de Nerón, tiemble con el nombre de este malvado monstruo, de esta basura y sucia peste del mundo; y sin embargo de este, de este incendiario, de este verdugo, de esta bestia salvaje, se puede decir que después de su muerte, tan malvada como su vida, el noble pueblo romano recibió tal disgusto acordándose de sus juegos y de sus festines, que estuvo a punto de llevar luto, así lo ha escrito Cornelio Tácito, autor bueno y grave y de los más ciertos, eso que no se encontrará extraño visto lo que ese mismo pueblo ya había hecho anteriormente a la muerte de Julio César, quien dió vacaciones a las leyes y la libertad, tal personaje no ha tenido, me parece, nada que valga, porque su misma humanidad que tanto se predica; fué, más funesta que la crueldad del más salvaje tirano que jamás fuese, porque en verdad fue esta su venenosa dulzura la que azucaró al pueblo romano la servidumbre. Pero después de su muerte aquel pueblo, que tenía todavía en la boca y en el espíritu el recuerdo de sus prodigalidades, para hacerle los honores, para hacerlos ceniza amontonó los bancos de la plaza y después le elevó una columna como Padre del pueblo (así lo portaba el capitel); y se le hizo más honores estando muerto de los que se le deberían hacer por derecho a un hombre vivo, como eran por ventura los que lo habían matado.
No olvidaban tampoco los emperadores romanos tomar de ordinario el título de Tribuno del pueblo, tanto porque este oficio era tenido por santo y sagrado; como porque estaba establecido para la defensa y la protección del pueblo, y gozaba del favor del estado, por este medio se aseguraban que el pueblo se fiaría mejor de ellos, como si debieran en oyendo el nombre, no necesitar sentir los efectos. Hoy en día no lo hacen mucho mejor esos quienes, antes de hacer mal alguno de las mismas consecuencias, hacen pasar delante algún bonito discurso sobre el bien público y el alivio de los desgraciados. Porque tu sabes bien, oh Longa, el repertorio de fórmulas que en algunos sitios podrían usar tan finamente, pero (¿) ciertamente no puede haber finura allí donde hay tanta desvergüenza.
Los reyes de Asiria, y después de ellos los reyes Medos, aparecían en público lo más raramente que podían, para hacer suponer al populacho que había en ellos algo más que hombres y dejar en esta ensoñación a las gentes que de buena voluntad imaginaciones de las cosas que no pueden juzgar de vista. Así muchas naciones que estuvieron bastante tiempo bajo el imperio asirio, con ese misterio se acostumbraron a servir, y servían de más buena gana por no saber que amo tenían, ni si lo tenían; y temían todos al crédito de uno a quien nadie jamás había visto.
Los primeros reyes de Egipto no se mostraban apenas sin llevar tan pronto un gato, ya una rama, ya fuego en la cabeza: se enmascaraban así y jugaban a los titiriteros, y haciendo esto por lo extraño de la cosa provocaban en sus súbditos alguna reverencia y admiración, que si las gentes no hubiesen sido o tan estúpidos o tan sumisos, se hubiesen aprestado, en mi opinión, a pasar el tiempo y reírse. Es lamentable oír hablar de cuantas cosas hacían el provecho de los tiranos del pasado para fundamentar su tiranía, de cuantos pequeños medios se servían, teniendo siempre al populacho en su puesto, y al cual solo tenían que tenderle una red para cazarlos; al cual han engañado siempre tan barato que nunca lo esclavizaron mejor que cuando más se burlaban de ellos.
¿Que diré sobre otra burla que los pueblos antiguos creyeron a pies juntillas? Creyeron firmemente que el dedo gordo de Pirro, rey de Épiro, hacía milagros y curaba a los enfermos del bazo; enriquecieron todavía más este cuento diciendo que, ese dedo después de haber quemado el cuerpo muerto se había encontrado entre las cenizas habiéndose salvado a pesar del fuego. Así siempre pueblo tonto hace él mismo las mentiras para creérselas después, mucha gente lo ha escrito así; y se vé fácilmente pero de manera que es de ver las recogieron de los chismes de las ciudades y del blablá del populacho.
Vespasiano, volviendo de Asiria y pasando por Alejandría para ir a Roma a apoderarse del Imperio hizo maravillas: enderezó cojos, volvió clarividentes a los ciegos, y otras bellas cosas, las cuales, quien no podía ver la falsedad que tenían, estaba a mi parecer, más ciego que aquellos que él (Vespasiano) curaba.
Los tiranos mismos encontraban bastante extraño que los hombres pudiesen sufrir que un hombre les hiciera daño; se ponían delante de buena gana a la religión por guardaespaldas y si (les) era posible, robar una muestra de la divinidad para el mantenimiento de su mala vida. Así Salmonéa, si creemos a la sibila de Virgilio en su infierno, por haberse burlado del pueblo y haber querido hacer de Júpiter, rinde ahora mismo cuentas y ella lo vé en su infierno:
Sufriendo crueles tormentos por querer imitar
Los truenos del cielo y los fuegos de Júpiter.
Encima de cuatro corceles iba tambaleante
En lo alto de su puño una gran antorcha brillante
Por los pueblos griegos y en medio del mercado
De lo alto de la ciudad de Elida había partido:
Y haciendo su bravata así la emprendió
Contra el honor que solo a sus dioses pertenecía
El insensato que la tormenta y el rayo inimitable
Falsificó de bronce, y de una carrera temible
De caballos (?) el padre todopoderoso:
El cual poco después con gran mal castigaba
Lanzó no una antorcha, no una luz
De una antorcha de cera con su pedestal,
Y de este duro golpe de horrible tempestad
Lo tira abajo los pies por encima de la cabeza.
Si aquel que no hacia mas que el idiota está ahora tan bien tratado allá abajo, yo creo que los que han abusado de la religión para ser malvados, se encontrarán todavía mucho mejor tratados.
Los nuestros en Francia sembraron también no sé que del mismo género: sapos, flores de lis, la ampolla y la oriflama: de lo que por mi parte, (y) sea como sea, yo no quiero descreer, puesto que ni nosotros ni nuestros ancestros hemos tenido hasta aquí ninguna ocasión de descreer; siempre hemos tenido reyes tan buenos para la paz y valientes en la guerra como, que aunque nacen reyes, parece no han sido hechos como los otros por la naturaleza; y escogidos por el dios todopoderoso antes de nacer para el gobierno y conservación de este reino. Y aún cuando esto no fuera así, no querría yo por eso entrar en liza para discutir la verdad de nuestras historias, ni desplumarlas tan libremente; por no abolir esta bella delicia donde podrá esgrimir abundantemente nuestra poesía francesa, ahora no sólo adornada, sino a lo que parece, rehecha de nuevo por nuestro Ronsard, nuestro Baïf y nuestro Du Bellay: quienes en esto hacen avanzar tanto nuestra lengua que me atrevo a esperar (que) bien pronto (ni) los griegos ni los latinos tendrán esa mirada (de insolencia) delante nuestro, sino (fuera) por el derecho de primogenitura.
Y ciertamente, yo (le) haría un gran daño a nuestra rima (uso de buena gana de esta palabra, y no me disgusta en absoluto, porque aunque muchos la hayan vuelto mecánica, no obstante veo bastante gente capaz de re-ennoblecerla y de devolverle su primer honor) pero yo le haría, digo, un gran daño raptándole ahora esos hermosos cuentos del rey Clovis, en los cuales ya veo, me parece cuan agradablemente, cuan de buena gana, se divertirá la vena de nuestro Ronsard, en su Franciada; entiendo su alcance, conozco su espíritu agudo y sé la gracia del hombre; hará sus necesidades de oriflama, tanto como los romanos lo hacían de sus vestales.
Y de los escudos del cielo abajo echados,
que dice Virgilio; el manejará nuestra tan bien como los atenienses la cesta de Erisictone; hará hablar de nuestras armas tan bien como ellos de su olivo, que ellos mantienen todavía que está en la torre de Minerva. Ciertamente, sería ultrajante querer desmentir nuestros libros y pisotear así encima de las huellas de nuestros poetas.
Pero para volver donde yo no sé como me he desviado del hilo de mi discurso, jamás a estado (claro) que los tiranos, para consolidarse, no se hayan esforzaron en acostumbrar al pueblo hacia ellos, no sólo a base de obediencia y servidumbre sino también de devoción. Así ges, eso que he dicho hasta aquí que enseña a las gentes a servir voluntariamente a los tiranos no sirve más que para el pueblo llano y grosero.
Pero ahora llego ahora a un punto, el cual es a mi juicio, el resorte y el secreto de la dominación, el sostén y el fundamento de toda tiranía. Quien piense que las alabardas, los guardias y el plato de la tropa guardan a los tiranos, a mi parecer se equivoca mucho. Y se ayudan (de ello), como yo creo, por la formalidad y espantapájaros, más que por la confianza que tienen (en ello). Sus arqueros impiden entrar al palacio a los mal vestidos que no tienen ningún medio, no bien armados que pueden emprender algo. Ciertamente de los emperadores romanos, es fácil contar (a) quienes han escapado de un peligro por el socorro de sus guardias como los que han sido muertos por sus mismos arqueros. No son las bandas de gente a caballo, no son las compañías de gente a pié, no son las armas las que defienden al tirano; no se creerá enseguida, pero ciertamente es verdad. Son siempre cuatro o cinco los que mantienen al tirano; cuatro o cinco los que le mantienen todo el país en servidumbre; siempre fué que cinco o seis cercanos a la oreja del tirano, se han aproximado (a él) por ellos mismos, o bien han sido llamados por él para ser los cómplices de sus crueldades, los compañeros de sus placeres, los chulos de sus voluptuosidades y beneficiarios de los bienes de sus rapiñas. Esos seis dirigen tan bien a su jefe que es malvado para la sociedad, no sólo con sus maldades sino también con la de los suyos. Esos seis o seiscientos que se aprovechan bajo ellos, hacen de sus seiscientos lo que los seis hacen al tirano. Esos seiscientos tienen bajo ellos a seis mil, a quienes han elevado en (su) condición, a los cuales dan ora el gobierno de las provincias ora el manejo de los denarios a fin de dominarlos por su avidez o por su crueldad, y que ejecuten cuando haga falta y hagan tantos males por otra parte, que no puedan durar sino bajo su sombra, ni eximirse mas que por medio de leyes y penas. Grande es la cola que viene después de esto, y quien quiera vaciar la red verá que, no seis mil, sino cien mil, sino los millones (que) por esta cuerda se vinculan al tirano, ayudándose de ella como Homero (le hace decir a) Júpiter, que se jacta, de que si tira de la cadena, arrastraría hacia él a todos los dioses. De ahí venía el crecimiento (del poder) del Senado bajo Julio (César), el establecimiento de nuevos cargos, la institución de (nuevas) obligaciones; no ciertamente tomarlas para reformar la justicia, sino (para dar) nuevos sostenes a la tiranía. En suma, de lo que se sigue de los favores o de los favores devueltos, por las ganancias y re-ganancias que se recibe de los tiranos, al final se encuentra casi tanta gente a la que la tiranía les parece provechosa, como aquellos a quienes la libertad (les) sería agradable.
Es así que los médicos dicen que si en nuestro cuerpo tenemos algo corrompido, desde el momento en que en otro lugar (de nuestro cuerpo) no se mueva nada, el se inclinará pronto hacia esta parte agusanada: de igual manera, desde el momento en que un rey se declara tirano, todo lo malo, todas heces del reino, no digo un montón de ladronzuelos y desorejados que no pueden hacer en una república ni mal ni bien, sino los que están manchados por una ardiente ambición y de una notable avaricia, se amontonan alrededor de él y le sostienen para tener parte en el botín y para ser, bajo el gran tirano, otros tantos pequeños tiranuelos ellos mismos.
Así hacen los grandes ladrones y los famosos corsarios; unos asolan el país, los otros persiguen (a caballo) a los viajeros; los unos se emboscan, los otros andan al acecho; los otros masacran, los otros despojan, y todavía si hubiera entre ellos privilegios y que los unos no sean mas que criados y los otros jefes de la asamblea, si no hay al menos uno al final que no saque provecho, del botín principal, al menos (lo hará) de sus restos. Se dice que los piratas cilicios no solo se reunieron en número tan grande que hubo que enviar contra ellos al gran Pompeo, sino que atrajeron hacia su alianza a varias ciudades bellas y grandes en los puertos de las cuales se ponían a seguro al volver de sus correrías, y por recompensa les proporcionaban algún beneficio de la ocultación de su(s) pillaje(s).
Así es como el tirano esclaviza (a) los súbditos los unos por medio de los otros, es guardado por aquellos de los que, si valiesen algo, deberían guardarse, y como se dice: para hender la madera se necesitan cuñas de la misma madera. He aquí sus arqueros, he aquí sus guardias, he aquí sus alabarderos, no porque ellos mismos no sufran a veces por su causa; sino porque estos perdidos y abandonados de dios y los hombres están contentos con aguantar el mal para hacerlo a su vez no al que se lo ha hecho, sino a los que sufren como ellos y quienes no pueden más. Algunas veces viendo a esta gente que halaga al tirano para satisfacer sus necesidades de su tiranía y de la servidumbre del pueblo, me toma menudo el asombro por su maldad y algunas veces piedad por su estupidez.
Porque a decir verdad, ¿que es aproximarse del tirano, sino alejarse de su libertad? y, por decirlo así, apretar a dos manos y abrazar la servidumbre.? Qué pongan a parte un momento su ambición, qué se descarguen un poco de su avidez, después qué se miren ellos mismos y se reconozcan, y verán claramente que los aldeanos, los campesinos a los que pisotean mientras pueden y qué tratan peor que a forzados o esclavos; verán, digo, que éstos así maltratados, lo son al precio de sus fortunas y de ninguna manera libres. El labrador y el artesano, por mucho que estén esclavizados que estén, son libres haciendo lo que les dicen; pero el tirano ve a los otros que le rodean lisonjeando y mendigando su favor; no tienen solamente que hacer lo que él dice, sino que deben pensar en lo que quiere y a menudo para satisfacerle prevenir sus deseos. No todo es obedecerle, hay que todavía complacerle; es necesario que se rompan, que se atormenten, que se maten a trabajar en sus asuntos; y después que se complazcan de su placer, que dejen su gusto por suyo, que fuercen su complexión, que despojen su naturaleza, que se ponga atención a sus palabras, a su voz, a sus gestos, a sus ojos; qué son tengan ojo, ni pié, ni mano que no estén continuamente al acecho de espiar sus voluntades y descubrir sus pensamientos.
¿Esto es vivir feliz.? ¿Esto se llama vivir.? ¿Hay algo en el mundo menos soportable que esto, no digo ya para un hombre de corazón, no digo yo para un bien nacido, sino solamente para uno que tenga sentido común o sin más la cara de un hombre? ¿Qué condición es más miserable que la de vivir así, que no se tenga para sí (ob)teniendo de otro su contento, su libertad, su cuerpo y su vida.?
Pero quieren servir para tener bienes: como si pudieran ganar algo que fuera suyo, puesto que no pueden decir de sí que se pertenezcan; y como si alguno pudiera tener algo propio bajo un tirano, quieren hacer que los bienes sean suyos, y no se acuerdan que son ellos quienes le dan la fuerza para quitarles todo a todos, y no dejar nada que se pueda decir que es de alguien. Ven que nada vuelve a los hombres sujetos a su crueldad sino los bienes; que no hay ningún crimen hacia él (más) digno de muerte que el de que (¿); que él no ama mas que las riquezas; que no derrota mas que a los ricos; y éstos vienen a presentarse como delante de la pira, para ofrecerse llenos y bien alimentados como para darle ganas.
Estos favoritos no deberían acordarse tanto de aquellos que han ganado alrededor de los tiranos muchos bienes como de de los que, habiendo un tiempo amasado (bienes), poco después perdieron los bienes y la vida, no les debería tanto venir al espíritu cuantos otros han ganado riquezas, más cuan poco las han guardado. Qué recorran todas las antiguas historias, qué miren las de nuestra memoria, y se verá cuán grande es el número son los que habiendo ganado por malos medios cerca de los príncipes, o empleando su maldad, o abusando de su simpleza, al final por estos mismos (príncipes) han sido destruidos; y tanto más cuando habían encontrado facilidad para elevarlos que cuando golpeaban después de inconstancia para abatirlos; ciertamente entre el gran número de gente que se han encontrado jamás cerca de los malos reyes, son pocos o casi ninguno quienes no hayan probado alguna vez ellos mismos la crueldad del tirano, que antes habían atizado contra los otros: lo mas a menudo habiéndose enriquecido bajo la sombra de su favor y del despojo de los demás, finalmente, ellos mismos lo han enriquecido con su propio despojo.
Incluso las gentes de bien –si alguna vez se encuentra alguno amado del tirano, tanto estén avanzadas en su gracia, tanto brille en ellos la virtud y la integridad, que (al) verlas a los mas malvados dá algún respeto cuando las ven de cerca; más estas gentes de bien, digo, no sabrán mantenerse; tarde o temprano se resentirán del mal común y a sus designios experimentarán la tiranía. Un Séneca, un Burro, un Trazéas: esta terna de gentes de bien, de los que los dos (primeros) su mala fortuna acercó del tirano quien les puso en mano el manejo de sus asuntos, los dos estimados por él, tenían por prenda de su amistad la educación de su infancia, ¿pero estos tres son suficientes testimonios por su cruel muerte, de cuan poca seguridad hay en el favor de un malvado amo.? Y en verdad, ¿que amistad se esperar de ese que tiene el corazón tan duro (como) para odiar su reino, que no hace más que obedecerle, y el cual por no saber todavía amar, se empobrece él mismo y destruye su imperio.?
Entonces si se quiere decir que estos (Séneca, Burro y Traséas) por haber sido buenos cayeron en esos inconvenientes, que se busque afanosamente alrededor de este mismo(Nerón): y se verá que los vinieron en su gracia y se mantuvieron (allí) por malos medios, no tuvieron más larga duración. ¿Quién ha oído hablar de (un) amor tan desenfrenado, de un afecto tan testarudo, quien ha jamás leído de un hombre (Nerón) tan obstinadamente apegado a una mujer, como éste lo fue hacia Popea.? Y fue envenenada por él mismo. Agripina su madre, había matado a su marido Claudio para hacerle sitio en el imperio; para favorecerlo (Agripina) no había encontrado jamás dificultad en hacer algo o en sufrir. Así su mismo hijo, su bebé, su emperador hecho por su (propia) mano, después del haberla maltratado a menudo al final le quitó la vida: y si hubo alguien entonces que no dijera que ella había bien merecido este castigo; sería si hubiese sido por la mano de cualquier otro y por la de ese a quien ella había educado
.
¿Quién fue alguna vez mas fácil de manejar, más simple y, por decirlo mejor, más bobo que Claudio el emperador, quién fue más peinado por una mujer que él por Mesalina.? El la puso sin embargo en las manos del verdugo. La simpleza se queda siempre en los tiranos, si la tienen, (hasta el punto) de no saber hacer (el) bien. Pero no sé cómo al final para usar la crueldad incluso hacia los que le son próximos , lo poco que tienen de espíritu se despierta en ellos. Es bastante conocida el bonito piropo de éste otro que, viendo la garganta de su mujer descubierta, parece que no podía vivir sin ella, la acarició con este hermoso cumplido: ese bello cuello será en seguida cortado, si yo lo ordeno.
He aquí porque la mayor parte de los tiranos antiguos eran de ordinario muertos por sus favoritos, quienes habiendo conocido la naturaleza de la tiranía, no podían tanto asegurarse de la voluntad del tirano, como desafiar su poder Así fue muerto Domiciano fué muerto por Estéfano, Cómodo por una de sus amigas, Antonin por Macrin, y lo mismo casi todos los demás.
Ciertamente el tirano no es jamás amado, ni (él) ama: la amistad es un nombre sagrado, es una cosa santa, no se dá mas que entre gente de bien y no nace sino de una mutua estima; se mantiene no tanto por los beneficios que por la vida buena (honradez); lo que vuelve a un amigo seguro del otro, es el conocimiento que tiene de su integridad; los garantes. No puede haber amistad allí dónde está la crueldad, allí dónde está la deslealtad, allí dónde está la injusticia; y entre los malvados, cuando se reúnen, es un complot y no una compañía; no se quieren entre ellos, sino que se temen, no son amigos, sino que son cómplices.
Aun cuando esto no lo impediría, todavía sería difícil de encontrar en un tirano un amor seguro, porque estando por encima de todos y no teniendo iguales, él ya está más allá de los límites de la amistad, que tiene a su presa en la igualdad, que jamás cojea antes al contrario (su marcha) es siempre igual. He aquí porque hay entre los ladrones (se dice), alguna (buena) fe durante el reparto del botín, porqué si bien no se aman entre ellos al menos se temen; y no quieren que desuniéndose hacer que su fuerza sea menor.
Pero los favoritos de un tirano jamás pueden tener jamás ninguna seguridad, de tanto que le enseñaron ellos mismos que él todo lo puede, y que ningún derecho ni deber alguno lo obliga, estando acostumbrado a contar (con que) su voluntad es razón, a no tener compañero alguno y ser de todos amo. así pues no es deplorable que viendo tantos ejemplos brillantes, viendo el peligro tan presente, nadie quiera hacerse sabio a costa de otro y que tantas gentes acercándose tan de buena gana a los tiranos, qué no se haya uno que tenga la prudencia y el coraje de decirles eso que dice, como lleva la fábula, el zorro al león que se fingía enfermo: Yo te iría de buena gana a ver en tu guarida; más veo tantos rastros de bestias que avanzan hacia ti; pero que vuelvan hacia atrás, no veo siquiera una.
Estos miserables ven relucir los tesoros del tirano; y miran totalmente embobados los reflejos de su magnificencia; seducidos por esta claridad se aproximan y no ven que se meten la llama que no puede dejar de consumirlos. Así el sátiro imprudente de las fábulas antiguas, viendo brillar el fuego arrebatado por Prometeo, lo encontró tan bello que fue a besarlo y se quemó. Así la mariposa que, esperando gozar de algún placer, se echa fuego porque reluce, experimenta la otra virtud, la de quemar, eso dice el poeta toscano.
Pero admitamos todavía que esos delicados cortesanos escapan de las manos del que sirven, no se salvan jamás del rey que viene después: si es bueno, hay que rendir cuentas y someterse al menos a la razón; si es malo como su antiguo amo, no puede dejar de tener también sus favoritos, los cuales, de ordinario, no están contentos solo con tomar a su vez el sitio de los otros, si no les toman también la mayoría de las veces sus bienes y su vida. ¿Puede ocurrir entonces que se encuentre a alguno que en tan gran peligro y tan pocas seguridades, quiera tomar esta desgraciada plaza y servir con tantos sufrimientos a un amo tan peligroso.?
¡Qué pena, qué martirio es esto, verdadero Dios.! Estar noche y día soñando en complacer a uno, y a pesar de todo temerle mas que a cualquier hombre del mundo, tener siempre el ojo al acecho, la oreja a la escucha, para espiar de donde vendrá el golpe, para descubrir las trampas, para tantear la mina de sus competidores, para avisar quien le traiciona, reír a cada uno y no obstante temer de todos, no tener ni enemigo declarado ni amigo asegurado, tener siempre una cara risueña, y el corazón transido; ¡no poder estar alegre, ni osar a estar triste.!
Pero es un placer considerar lo que les renta ese gran tormento, y (ver) el bien que pueden esperar de su pena y de su miserable vida: De buena gana el pueblo, del mal que sufre, no acusa al tirano sino a quines lo gobiernan; éstos, los pueblos, las naciones, todos en rivalidad hasta los campesinos, hasta los labradores, saben sus nombres, recuentan sus vicios; amontonan sobre ellos mil ultrajes, mil insultos, mil maldiciones; todas las oraciones, todas sus promesas ván contra estos; todas las desgracias, todas pestes, todas las hambrunas se las reprochan; y si alguna vez hacen por apariencia algún honor, al tiempo los maldicen en su corazón y les tienen un horror mas extraño que a las bestias salvajes. He aquí la gloria, he aquí el honor que reciben de su servicio hacia las gentes, de los cuales aunque cada uno tuviera un pedazo de sus cuerpos, no estarían todavía, les parece, bastante satisfechos, ni a medias saciados con su sufrimiento, pero ciertamente incluso después que están muertos, los que vienen después no son tan perezosos que el nombre de estos come-pueblos no sea manchado por la tinta de mil plumas, y su reputación desgarrada en mil libros; y los huesos mismos, por decirlo así, arrastrados por la posteridad, castigándolos aún después su muerte por su malvada vida.
Aprendamos pues alguna vez; aprendamos a hacer bien; levantemos los ojos hacia el cielo o por nuestro honor o por amor mismo de la virtud, o ciertamente, hablando con propiedad, por el amor y el honor los de dios todopoderoso, que es seguro testigo de nuestros actos y justo juez de nuestras faltas. De mi parte, pienso y no estoy equivocado, que ya que nada es tán contrario a un dios liberal y bondadoso que la tiranía, espero que reserve allá abajo a parte para los tiranos y sus cómplices, alguna pena particular.
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